De pequeña me tiraba en el pasto en la casa de campo que tenemos con mi familia y miraba el cielo largo rato. Aunque el mundo estaba quieto y callado, aunque los pájaros, los árboles y las nubes hicieran lo suyo, mi mente siempre hervía de pensamientos e inquietudes.
A veces me preguntaba cómo sería vivir en silencio, estar fuera de mi mente. Estaba segura que si alguien vivía así debía ser muy feliz.
Pero la verdadera felicidad estaba por llegar, ¿no? Probablemente uno sería feliz cuando creciera y tuviera hijos o una familia. Siendo niña simplemente jugando con mis amigos, con los muñecos, mirando la tele o dibujando tenía momentos felices. No obstante, cuando me pasaban cosas que no me gustaban, como levantarme temprano para ir al colegio, deseaba que todo eso terminase pronto para poder hacer actividades que me hacían feliz. Aprendí que en la vida uno tiene de 5 a 6 horas de infelicidad (cuando está en la escuela) y que la parte feliz del día se pasa rápido. También que hay dos días a la semana donde uno tiene permitido ser feliz: los sábados y los domingos. También, por supuesto, en las vacaciones y sobretodo en Navidad.
Ya en la adolescencia me di cuenta que el parámetro felicidad-infelicidad no era tan ordenado. Había algo que se llamaba adultez a la cual se llegaba pasando por etapas de crecimiento dolorosas y teniendo que lidiar con emociones muy intensas.
Mis 14 años fueron los más terribles, y no sólo porque entré en la pubertad; mi abuelo se había muerto, mis padres se estaban separando, mi madre no estaba mucho en casa y tenía que hacerme cargo de mi hermano que nunca salía de su pieza. La escuela era un martirio todos los días, así que simplemente llegaba hasta la puerta, me daba media vuelta y me iba. Me la pasaba en los McDonald's (donde tomaba un café por poco dinero) leyendo, dibujando o escribiendo, como una beatnik.
Por suerte, cuando mi mamá se enteró que estaba por perder el año escolar, decidió cambiarme al turno escolar de la tarde.
Y si, las cosas mejoraron, es verdad. Empecé talleres de canto y de teatro, conocí personas amables, hacía fiestas en mi casa, tenía amigos. Fui a mi primer recital. Empecé a fumar y a tomar. De verdad la pasaba bien.
Pero la felicidad no era eso tampoco, ¿no? Tenía que crecer y estudiar lo que me gustaba. Entonces salí de la escuela, ¡qué alivio no tener que estudiar cosas que no me interesaban!
Pero el mundo, claro, no estaba hecho para mi comodidad.
Tener el primer trabajo fue tortuoso, soportar todos los días los maltratos de un jefe y la presión de demostrarle a mis padres que podía valerme por mi misma. Tenía que sufrir para entender la vida, ¡hacerme de abajo!
Trabajé en un hospital público, en una heladería, en una empresa de ventas de revestimiento de interiores. Y, además, estudiaba y tenía pareja. Ah sí porque me enamoré por primera vez en esa época, ¡qué sensación más hermosa!
Dejé varias carreras porque ocupar mi cabeza estudiando me parecía una tortura. Trabajar también era una tortura pero, ey, ¡al menos tenía dinero! Cuando me puse a estudiar cine dejé el trabajo y toda mi energía fue a la carrera.
Cada vez que volvía en las tardes o a la noche, después de un largo día de estudio, con la cabeza apoyada en la ventana del colectivo, me preguntaba por qué si hacía lo que me gustaba me sentía tan agotada.
Estaba cargada, cansada, la cabeza (como siempre) me hervía de cosas. No paraba nunca.
Con los años empecé a trabajar de editora de video freelance y conseguí mi primer trabajo en una productora de televisión. ¡Qué feliz que estaba! No había jefes maltratadores, estaba haciendo lo que había estudiado, la gente confiaba en mi criterio para resolver problemas y me pagaban mejor.
No obstante, al terminar el primer mes, comencé a sentir algo más: aburrimiento. Había días que no quería ir a trabajar, había días que ya no quería ver más programas de cocina en la pantalla, ni sincronizar tomas de audio y video. Era un trabajo mecánico y pesado, pero siempre me repetía para calmarme: “Es el comienzo de tu felicidad, ya va a llegar”.
Fue ese el primero de muchos trabajos que tuve y muchos proyectos en los que estuve. Por alguna razón ahora, mirando atrás, me doy cuenta que siempre los momentos felices estaban también velados por ese cansancio, ese agotamiento y esa presión. Y no sólo yo, al ver a mis compañeros sentía que todos ellos, incluso los más talentosos y prolíficos, llevaban ese peso invisible de sus anhelos y metas sobre los hombros.
“Esta debe ser la sal de la vida”, pensaba yo.
En el medio tenía momentos donde mi cerebro se sobrecargaba y simplemente quería detenerse y dejar de hacer todo. Me tiraba en la cama y me costaba mucho levantarme. De tanto en tanto faltaba a la facultad y (si acaso estaba desempleada) me hundía nuevamente en un estado cómodo y casi depresivo.
Posteriormente le atribuiría la razón de mi infelicidad al hecho de vivir con mi papá y no poder independizarme económicamente. “Cuando tenga mi casa luminosa y la decore como quiera, cuando tenga mi estudio propio para dar vida a mis proyectos, voy a ser realmente feliz”.
El tiempo pasó y pude independizarme, a fuerza de discusiones con mi papá. Me sentía plena por momentos pero en otros sentía que la espada de Damocles en cualquier momento caería sobre mi cabeza: ¿Y si no podía pagar el alquiler el siguiente mes? ¿Y si entraban a robarme? ¿Y si me quedaba sin trabajo y perdía todo lo que tenía?
Ansiedad.
Después vino la pandemia y no importaba ya tener mi propio departamento porque estaba encerrada las 24hs y me sentía asfixiada. Preferí mudarme unos meses con mi madre y mi hermano a la casa grande donde siempre habíamos vivido, para disfrutar de su compañía y no estar tan sola.
Me di cuenta entonces que, aunque los pensamientos ilusorios que tenemos son estáticos, las cosas están en constante cambio y movimiento. A esta altura hacía años que estaba meditando y tener esa respuesta me ayudó a afrontar la pandemia y muchos de los cambios importantes que tuve que atravesar en mi vida. Supe que, aunque uno tenga el hábito de buscar las cosas afuera y depender de ellas para ser feliz, lo importante es la mente de uno.
Entendí que uno nunca puede ser feliz si en su mente sólo hay deseos interminables, todo eso es ruido y agotamiento. Detrás de una nueva meta cumplida existe un nuevo deseo y la agonía por conseguir estas cosas ilusorias es interminable. El peso que sentía era el peso de mi misma codicia, de mis interminables metas.
En uno de los libros del maestro de la meditación, pude leer una frase que decía: “La felicidad viene cuando uno está ausente de su mente. La felicidad significa no tener ninguna preocupación”.
Desde luego, la felicidad no era llenarme de cosas, no era llenar mi mente de pensamientos agradables o buenos.
La felicidad es no tener nada de eso en la mente y, entonces, uno puede ser feliz.
Mirándolo ahora, es increíble cómo han cambiado mis umbrales de felicidad a lo largo de la historia de mi vida. Con cada año que pasa, soy más feliz por más tiempo, y esto es exponencial. Aunque seguí teniendo en mi mente estas metas imaginarias, ya no son tan inmensas ni me llenan de ruido o agobio.
Tenga todo o no tenga nada, mi mente está (cada vez por más tiempo) tranquila y feliz.
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